Muchas veces se piensa que a los niños/as se les debe enseñar siempre a compartir, porque creemos que su naturaleza es egoísta. Y entonces “deben aprender” a no acumular, a ceder sus objetos, a ser siempre amables y serviciales y a “pensar en el otro”.
Es muy común pretender que las infancias tengan conciencia del “compartir”, y nos atrevemos a enseñar(forzar)les a hacerlo, cuando evolutivamente se encuentran saliendo de la fusión inicial con mamá/papá, y en la exploración total de percibirse a sí mism@s...
¿Desde dónde surge este impulso? ¿Será nuestro miedo a ser considerado/a una mala mamá/papá? ¿Será que pensamos que esa dificultad para considerar al otro se instalará para siempre, y por lo tanto, debemos tomar medidas?
Aquí me detengo otra vez, a sentir la inmensa tarea que nos toca como adultos, a detenernos y observarnos, ¿de dónde sale esto? ¿Estoy de acuerdo? ¿Hay otra alternativa?
Cuando los niños y niñas empiezan sus interacciones con otros pares, a partir del primer año, año y medio de vida, empiezan las situaciones donde nos alertamos porque “no quieren compartir”...
Lo que sucede entonces es que forzamos e interferimos una etapa donde el egocentrismo marca la característica esencial del desarrollo, y definir el propio territorio (su espacio corporal y los objetos que tiene o que le interesan) es una respuesta natural para poder afirmar la identidad y el sentido de “dominio” sobre el mundo.
Esta etapa y esta característica irán progresivamente modificándose, en la medida que el deseo de estar compartiendo con otros se instale de una manera más arraigada. Al inicio de las interacciones sociales, es el juego paralelo el que motiva y satisface a l@s niñ@s. Un juego donde cada un@ tiene lo suyo, pero hay cercanía con sus pares, porque el interés de observarse y comenzar a interactuar ya se muestra con más claridad.
El juego compartido, donde verdaderamente se da un intercambio de objetos, de ideas, de espacios, es algo que se construye progresivamente, y que normalmente hacia los cuatro o cinco años recién se da con más regularidad. Es en ese momento donde el desarrollo neuronal también permite una mayor empatía y la comprensión de que existe otr@ con sus deseos y necesidades. Sólo esa comprensión permite “ponerse en el lugar del otro”, algo que no puede darse antes porque todo su sistema (cognitivo/emocional) aún no está preparado.
En la adolescencia se reactualiza de alguna manera esta etapa. En lo que se conoce como “poda sináptica”, el egocentrismo vuelve a acentuarse y la empatía es una de las capacidades que puede verse más afectada.
Otra vez “ponerse en el lugar del otro” se vuelve casi imposible, porque las propias emociones y necesidades se apoderan de muchos momentos de interacción.
Es muy importante poder reconocer que estas características son parte del desarrollo humano, y que sólo pudiéndose vivir sin culpabilidad, sin ser juzgadas o señaladas, con apertura, paciencia y diálogo desde nuestro acompañamiento, podrán cumplir el propósito que tienen que es dar más seguridad y autoconfianza.
Necesitamos experimentar lo que "es mío"
Todos los seres humanos cuando llegamos a esta Tierra, pasamos de ser un Todo, una Unidad (con el Cosmos, con la Vida, y con nuestra madre), a tomar progresiva cuenta de nuestra diferencia, de nuestro ser separado. Y esto es parte indispensable de nuestra capacidad de reconocernos como seres enteros, con voluntad y autonomía. Reconocer que tenemos un cuerpo, un espacio propio, unos deseos, unas motivaciones. Un impulso vital.
Es la vivencia de este espacio propio lo que nos permite considerar lo que nos da bienestar, lo que sentimos seguro, lo que sentimos como parte de nuestro nido-cobijo. Y habitamos y llenamos ese espacio de lo que nos devuelve alegría, tranquilidad, seguridad.
Necesitamos vivir plenamente en los primeros años la oportunidad de preservar lo que considero mío, sin ninguna culpa o interferencia. Es desde la vivencia sostenida, sin interrupciones, de mis propios deseos, que progresivamente el mundo se abre para querer vivirlo junto a otr@s. Y desde ese anhelo el deseo de compartir surge de forma espontánea, genuina y vital.
He podido presenciar y llenarme de ternura, al ver ese gesto genuino de colaborar, repartir y querer ser parte de la vida de quienes quieres (Juegos, lonchera, objetos preciados…)
Cuando forzamos el compartir, y muchas, muchísimas veces lo hacemos, entonces la vivencia de lo propio se enturbia. Algo de lo inadecuado, de lo no apropiado, de la desaprobación se cuela y va dejando una huella. Y comenzamos a sentirnos culpables de querer las cosas para nuestro propio placer.
Comenzamos a dudar de lo adecuado de dar rienda suelta a nuestros deseos. Y aparece entonces el protocolo, el “cumplir para”, el peso del juicio que nos aleja de la conexión con nuestro interior.
Como si el placer propio siempre fuera en contra del de los demás. Como si mi bienestar no estuviera conectado con el bienestar de nuestros pares. La vivencia plena del espacio propio es la primera huella para seguir el camino hacia el espacio colectivo.
Del espacio propio al espacio colectivo
La gran mayoría de nosotr@s viene de una crianza y educación donde siempre (desde que empezamos a interactuar) se nos ha pedido cumplir con una lista enorme: Saludar, sonreír, prestar, invitar, compartir, decir siempre que sí…
Y si todo esto se da en un ambiente donde los adultos se perciben amenazadores desde su presencia demasiado autoritaria o demasiado controladores, la sensación de que “no es bueno atender mis deseos” porque primero debo cumplir y atender los deseos de otros, se instala con mucha fuerza.
Y luego viene la culpa de darnos a nosotr@s mism@s lo que necesitamos.
Pienso que forzar la salida de este egocentrismo natural y no permitir que se exprese como una etapa vital para la afirmación y la confianza en un@ mism@, nos lleva a una gran dificultad para que podamos ser más empáticos, solidarios y generosos con l@s demás.
Nos lleva a sentir, de una manera inconsciente o probablemente poco racional, que tenemos que proteger lo que tenemos porque “nos vamos a quedar sin…” Es muy probable que nos cueste más compartir o ser solidarios… ¡Veamos sino cuántos problemas tenemos como humanidad en este sentido!
Creo profundamente que la crianza/educación respetuosa es una de las revoluciones más poderosas que tenemos en nuestras manos.
Poder ofrecer a nuestr@s hij@s la oportunidad de vivir sus diferentes etapas de vida de la manera más libre y genuina, sin forzarlos a adaptarse de una manera artificial a formas adultas que no les corresponden.
Darles la confianza que pueden atender sus deseos, decir que no quieren o que no les gusta algo, dejarles saber de nuestro amor incondicional, aunque a veces nos enojamos o entristecemos por lo que hacen (porque nuestras emociones también nos desbordan a veces).
Como adult@s que estamos intentando hacer las cosas diferentes, pero no venimos de una crianza como la que queremos darle a nuestr@s hij@s, el trabajo de consciencia personal es una tarea ardua y continua. Es vital que podamos preguntarnos constantemente qué tipo de ejemplo/reflejo queremos compartir con nuestr@s hij@s.
Tenemos la oportunidad de crear un colectivo diferente, donde podamos atender nuestras necesidades y también buscar sostener la necesidad común. Poder implicarnos en un bienestar colectivo donde sintamos que no tenemos que renunciar a nosotr@s mism@s, sino que hay un complemento que puede darse equilibrada y orgánicamente... ¡Vamos a construirlo junt@s!